En estos tiempos de crisis energética, en los que nos concienciamos cada vez más sobre el valor y la dificultad que es abastecernos de ella, ¿nos hemos planteado cuál es el gasto energético que supone tener verdura fresca en nuestras neveras o en los restaurantes en los qué tanto nos gusta disfrutar? En el caso de que la respuesta sea afirmativa, ¿cuánto cuesta que no sea ecológica y de proximidad?
Pongamos un ejemplo: España importó en 2020 más de 900.000 toneladas de patatas, principalmente desde Francia. La huella que dejó esa importación, no queda solo en los combustibles necesarios para su transporte, sino también en su producción. ¿Cuánto puede costar la producción de patata? No miremos solo en coste económico, sino el coste global.
En cultivo convencional, que una verdura fresca llegue a nuestra nevera desde otro país, implica el uso de conservantes sintéticos que han sido transformados en una industria paralela, cuyas materias primas también han sido importadas desde otros países. Para que ese cultivo haya sido productivo se habrán usado abonos químicos, con componentes como el fósforo que habrán sido extraídos en minas de Marruecos para su posterior transformación en industrias de otros países, y de nuevo importadas a los países productores. Lo mismo pasa con los plaguicidas usados para combatir las plagas, otra industria paralela en la que se repite el mismo esquema de importación de materias primas desde otras regiones, transformación en fábricas y de nuevo importación.
Combustibles fósiles para su transporte, transformación y la consiguiente generación de contaminantes emitidos a la atmósfera y a nuestras aguas. Esto nos lleva a la siguiente pregunta ¿Qué podemos hacer para reducir este ciclo? La respuesta es sencilla: consumo responsable, de proximidad y ecológico.
La responsabilidad está en nuestras manos, ya sea como consumidor que exige un producto sano, que no presente trazas de todos los productos sintéticos que se han usado en su elaboración. Y además, eligiendo no desperdiciar alimentos que sabemos que no acabaremos consumiendo.
La proximidad nos brinda la oportunidad de reducir la cantidad de combustibles usados en su transporte, y favorece el enriquecimiento de los pequeños productores que viven en su misma comunidad. Asimismo, la producción ecológica nos brinda la oportunidad de cortar este ciclo de contaminación, al mismo tiempo que conservamos y mejoramos el ambiente que nos rodea.
Los objetivos de la agricultura ecológica son muchos, algunos tal vez suenan muy técnicos para el consumidor final, tales como: mantener la fertilidad del suelo, evitar la degradación de su estructura, usar técnicas de cultivo adecuadas, etc. En definitiva, se trata de conseguir alimentos de gran calidad organoléptica y nutricional, optimizando los recursos que están disponibles en la zona y exprimiendo los potenciales locales.
Por otro lado, no se hace uso de sustancias químico-sintéticas ni contaminantes que, de un modo u otro, acaban como trazas en nuestras verduras y, por tanto, en nuestro organismo, lo que supone una industria contaminante asociada. Otro de sus beneficios, es que conlleva una mejora del ambiente que nos rodea, al evitarse contaminaciones de aguas por lixiviados, la mejora de la biodiversidad de nuestros campos, y conserva nuestros suelos para hacerlos fértiles durante más tiempo.
Todo ello, en definitiva, genera un producto de calidad, fresco y de proximidad. Es importante que cambiemos nuestra visión del valor real de un producto ecológico, lo que nos hará ver que su precio sigue siendo pequeño para la labor que desempeña en nuestro planeta.
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